Prólogo

16 de Abril, 2007. Red Hook, Nueva York (EE.UU.)

–Hoy no voy de compras con vosotros, ¿os parece bien? –preguntó David repentinamente, quien solía disfrutar yendo de compras. Los sábados por la tarde, John Donoghue y su mujer Mary siempre acudían a un centro comercial de las afueras con su único hijo David.

Sus padres se extrañaron ante la petición de su hijo, ya que estaban acostumbrados a que se saliera despavorido hacia el coche con una lista de los juegos y golosinas que él quería.
–Probablemente quiera quedarse en casa y jugar al ordenador con el juego que le regalamos –pensaron, y decidieron ir a comprar solos, dejándole en casa.

Ellos solían conversar cada noche después de acostar a David, pero aun así se alegraban de poder salir esta vez los dos solos. Hacía mucho tiempo que no tenían una «cita». Tuvieron una conversación muy animada en el coche, hablando de su hijo y de su futuro juntos. Cuando estaban comprando, recordaron los viejos tiempos cuando aún eran novios.

Hicieron la compra semanal y volvieron a casa tres horas más tarde.  Detuvieron el coche y abrieron la puerta del garaje con el mando, como hacían siempre. Se sentían alegres y satisfechos tras su extraña tarde juntos como pareja.

Hoy era el cumpleaños de David. Iban a preparar su plato favorito, pizza de marisco, y por supuesto, pastel. Apostaron a que David vendría corriendo al coche nada más oírlo. Ambos opinaban lo mismo, por lo que en realidad no era una apuesta. Sin embargo, David no vino a recibirles.

–Debe estar enganchado al videojuego –dijo Mary. John asintió, y sacaron las bolsas del coche y empezaron a caminar. Cuando llegaron al vestíbulo, vieron algo inconcebible tras las plantas del jardín. La gran cruz de madera con la imagen de Jesús que había en el jardín, había desaparecido.

Hallaron a David de pie, con la mirada vacía frente al pedestal de la cruz. Cerca de sus pies, había una sierra eléctrica tirada de cualquier manera. Había restos de algo que fue quemado en el suelo y el humo impregnaba el ambiente.

Los sentimientos de paz y alegría que les habían acompañado a lo largo de la tarde desaparecieron al instante. Dejaron caer las bolsas al suelo y corrieron hacia David. Mary tomó a David por los hombros y le acarició la cabeza. Comprobó si estaba herido, y al ver que no lo estaba, le abrazó tan fuerte que casi no podía respirar.

–¿Qué ha pasado? –preguntó ella.

–Lo he hecho –contestó David, y no dijo nada más. John y Mary estaban aturdidos por la actitud de su hijo y por lo sucedido. Estaban desesperados por averiguar qué había pasado.

La cruz que había en su jardín era un tesoro de la familia Donoghue y objeto de orgullo. El padre de John, James Donoghue, la había tallado hacía cincuenta años para sus descendientes, como legado de su fe y amor por Jesucristo. Los Donoghue eran conocidos por ser una de las familias cristianas más devotas del pueblo. La imagen del Jesús crucificado era símbolo de ello. Para la familia Donoghue significaba infinita protección, y por ello la atesoraban.

Las virutas de madera por los brazos y la ropa de David, el mechero, el periódico medio quemado en su mano, y las cenizas en sus dedos, apuntaban a David como único autor del incidente: cortar la imagen y quemarla. Los corazones de John y Mary quedaron conmocionados y llenos de rabia al ver que su hijo David había destruido sin motivo alguno el tesoro de la familia.

–Cuántas veces te habré dicho lo importante que es esa cruz. ¿Acaso lo has olvidado? Es un símbolo de nuestra familia. Nos ha protegido a lo largo de los años. ¡Has hecho algo terrible! – John gritaba a su hijo, muy enfadado y decepcionado.

En realidad, David siempre era muy amable y rara vez hacía enfadar a sus padres o les causaba preocupación. Pero era evidente que David fue el causante del destrozo, y tenían que afrontarlo.
–¿Por qué hiciste algo semejante? –prosiguió John, insistiendo una y otra vez sin conseguir respuesta alguna. Su hijo estaba callado y cabizbajo.

–¿Por qué no dices nada David? –preguntó John impacientemente, sacudiendo a su hijo por los hombros.

David nunca había visto a su padre tan enfadado, y eso era algo que no podía soportar. Finalmente se decidió a hablar.

–Jesús está sufriendo –dijo en un susurro forzado con los ojos clavados en el suelo. Una lágrima se deslizó por su mejilla.

–¿Jesús está sufriendo? ¿Qué tiene que ver eso con cortar y quemar la cruz? ¡No digas tonterías!

John estaba tan alterado que difícilmente podía escuchar lo que David estaba diciendo. Nerviosa por la ira de su marido, Mary estaba descolocada. Ella no podía aceptar lo que había hecho David, y su corazón estaba turbado.

–Tienes doce años y deberías de saber la diferencia entre lo bueno y lo malo –le regañó John–. Deberías disculparte y contarnos la verdad de por qué lo hiciste, David.

El tono de John era casi de súplica, tratando a duras penas calmar su rabia. Sin embargo David ni se disculpó ni medió palabra. Seguía con la cabeza gacha.

Mary estaba tan asustada por el silencio de su hijo como por lo que hizo. Temía que su hijo se encontrase mental y emocionalmente en un lugar al que ella no podía acceder.

–¿Es éste el dulce David que yo conozco? ¿Qué rayos te ha pasado?

Había pasado media hora, y al ver a su hijo tan indiferente e impenitente, sus padres se dieron por vencidos.

–Limpiemos esto después. Mientras tanto, vete un rato a tu habitación –dijo John, y acompañó a David a su cuarto.

Antes de entrar, David dijo:

–No es que no quiera a Jesús, lo adoro.

–¿Entonces por qué? –exigió saber su padre.

David volvió a sumirse en un terrible silencio.

John y su esposa fueron a la sala de estar y empezaron a conversar sobre lo que debían de hacer. Sentían que su hijo, o estaba poseído o se había vuelto loco. Mary no podía parar de llorar de miedo y dolor, mientras que John se había apaciguado ligeramente por lo que su hijo comentó sobre su amor por Jesús. Pero todavía no entendía cómo alguien podía decir que amaba a alguien y luego participar en lo que parecía ser un acto de sacrilegio.

–Me temo que esto se nos escapa de las manos –sentenció John–. Mejor consultemos al padre Medowid.

El padre Medowid era el principal sacerdote de la Iglesia católica del vecindario, y David tenía una relación de confianza con él. Impotentes, los padres decidieron consultar al buen padre sobre este horrible incidente.

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